El desconocido

Alcanzas a ver un hombre tirado en la acera de regreso a casa. Has salido a bailar con los de la fábrica, es bien entrada la madrugada y los hombres se han largado a pasar el resto de la noche con sus mujeres. Es invierno. Cerca de tu edificio una farola alumbra a ese hombre tumbado boca arriba en la acera, la mochila a la espalda. Una bicicleta volcada a su lado. Lo observas con prudencia. Un sin papeles abatido por la policía, inventas. El mentón flaco, sin afeitar, pómulos marcados y encías carnosas. Pero no hay presencia de ningún policía en la calle. Hace frío y te sientes como si estuvieras en el escenario de una película. Estudias la mugre bajo sus uñas y sospechas que pueda tratarse de un vagabundo. Jeans orinados, cazadora raída, la parte superior de un chándal decolorado por el uso. Aunque hace ruidos con la boca, tienes la impresión de que disfruta de un sueño profundo. Como si estuviese en la cama de un buen hotel y no tuviese prisa por despertar. Pero resulta que está tendido sobre las frías losas de la acera. Pasan los segundos y sigue sin haber un alma en la calle. Te fijas en su respiración regular y te acercas aún más para preguntarle su nombre. Es lo menos que puedes hacer. Saber su nombre.
De pronto, el tipo abre los ojos. Sobresaltada, retrocedes un paso y adviertes su pierna encadenada al pedal, una mano señalando puntos imprecisos, un hilo de saliva prendido a su labio inferior. Entonces te viene a la memoria el zambo capturado por el sargento Lituma en La tía Julia y el escribidor. Pero no. Debe ser árabe el tipo que yace en el suelo borracho como una cuba. Cuando por fin ha logrado fijar en ti la mirada, aparte de preguntarle su nombre, no sabes qué decirle ni qué hacer, y das por hecho que no tiene conciencia de estar tirado a pocos metros del portal de tu edificio, y eso supone una bendición para ti, ya que si hace ademán de agarrarte una pierna, puedes alcanzar el portal de tu edificio en una carrera rápida. Aunque tal vez solo se trata de un hombre que está pasando una mala racha. Entonces tu obligación es ayudarle, llamar a la policía. En el colmo del desinterés, acogerlo en tu casa para adecentarle y darle alimento.
Sin embargo, no parece una buena idea, lo más probable es que vomite en el sofá, en la alfombra del salón, en la bañera. Por otro lado, un hombre pesa demasiado para que una mujer menuda pueda echárselo a los hombros. Y el edificio en donde vives carece de ascensor. Así que de nuevo intentas saber su nombre, si le duele alguna parte del cuerpo. Miras a ambos lados y solo adivinas hileras de árboles, coches estacionados en línea. La soledad de la noche hace que te preguntes qué significa ser una buena persona. Te agachas, te acercas a un olor indefinible. Alquitrán mezclado con meado de gato. Tal vez se trata de un peón de albañil que ha malgastado parte de la paga bebiéndose una cantidad excesiva de alcohol, piensas mientras el tipo ha comenzado a murmurar: «tú…, ¡sí!, sí…». Su dicción te hace sonreír al traerte a la memoria algún tipo de cacareo cuando se lanza a farfullar los mismos monosílabos: «¡ah!, sí…, sí… tú… ¡ah… sí…!», la lengua silbante, los ojos acuosos por culpa del alcohol. Mientras se esfuerza por zafarse de la bicicleta, tú, con sentimiento impostado, sigues sopesando la idea de echarle un cable. De modo que te agachas, todavía más y, sujetándolo por las axilas, frenando la náusea, tiras de él y lo incorporas hasta que logras acomodarlo encima de la mochila, y al soltarlo te preguntas si algún vecino se habrá asomado a la ventana y te habrá visto encima de él. Si te ha imaginado robándole.
Pasan los segundos, te apartas del tipo que vuelve a señalar con el dedo índice al mismo tiempo que sus pequeños ojos centellean. Eugenia de Montijo, dices alejándote unos pasos. Eugenia de Montijo, repites dando por hecho que no te entiende mientras la calle continúa pareciéndote el escenario de una película y el tipo es incapaz de soltarse del estribo. Está en tus manos liberarle, aunque si le ofreces ayuda, puede pillarte desprevenida, golpearte y abusar de ti con facilidad.
Entonces adivinas la marquesina de la parada del autobús a unos metros de donde te encuentras. Tal vez lo mejor sea arrimarlo a su luz. Alguien lo descubrirá en algún momento de la noche. Puedes llamar al 112 para que se encarguen de él. Aunque es muy posible que la policía busque vincularte con el tipo mientras informas de lo sucedido, y no tienes intención de que eso suceda. Algunas personas salen perdiendo en su intento por tenderle la mano a un desconocido. «¡Ah!, sí…, sí… tú…». Esos monosílabos ahora te incomodan mientras crees que el tipo te observa como si fueses responsable de cada uno de sus males. De haberse orinado en los pantalones o de haber perdido el empleo. O de lo que sea. «Está bien», farfullas para tus adentros. Te agachas, liberas su bota, tiras de él con fuerza y lo arrastras hasta que logras apoyarlo en la marquesina. Entonces el tipo se vence hacia un costado, como si fuera un pelele, y se queda profundamente dormido. Está bien… Tu pensamiento se centra ahora en el calor de tu cama. Has hecho lo que has podido por el desconocido, le has preguntado su nombre y lo has arrastrado hasta la marquesina, y su infortunio es algo que a ti ni te va ni te viene. Se trata de alguien que nunca vas a volver a ver. Así que, dejándole a su suerte, te largas a casa sin importarte su nombre ni su condición.

Hermanos

¡Beluna! Alzo la botella para darle otro trago largo. La vida es deseo de vivir con los demás, digo. ¡La vida no es una sucesión de injusticias!, grito. No consiento oír lo contrario saliendo de la boca de aquellos que ocupan el pasillo de la clínica iluminado por la luz de la tarde, tan blanca que parece espolvoreado de productos limpiadores. ¡Ocurre que la vida no vale una mierda!, aseguro después de que un estallido de luz haya atravesado la ventana para concederle algo de vida a los muebles que decoran el saloncito. Me echo a llorar sabiéndome incapaz de aguantarle la mirada a la equilibrista que pinta el techo encaramada a una escalera que nos ha prestado una médico argentina. Un gato blanco ovillado a mis pies. ¿Te gusta el blanco?, pregunto mientras me enjuago con el dorso de la mano. Me gusta el esmeralda, responde Beluna dos peldaños por encima de lo convenido.

Sobre el respaldo del sofá, una manta demasiado fina huele a lana virgen. La aparto con la punta de la zapatilla, hago pantalla con la mano para observarle los movimientos desiguales. Me gusta el esmeralda porque te gusta a ti -me cuesta adoptar el tono adecuado antes de continuar-, pero hazlo bien, hermanita, y pinta un poco más por este lado. Ahí…, ¿ves? Nadie lo hace mejor que tú.

Absolutamente consciente de la gravedad de su tarea, Beluna se estira como si quisiese tocar la estrella más apartada del firmamento. ¡Qué extraña es la vida!, dice echándose a reír. Contrayéndose al sumergir los dedos en la cubeta de plástico piensa en lo divertido que puede ser salpicarlo todo con pintura esmeralda. Adivino su pensamiento porque me ha suplicado una Budweiser. Saco dos botellines del frigorífico, los abro con el canto del mechero y me estanco junto a la escalera y le ofrezco uno a mi hermana, que ha arrojado el rodillo a la cubeta, y de un trago lo vacía antes de recuperar el rodillo y ascender hasta la cofa de la escalera con pies inseguros, donde ejecuta el ángulo del techo que debe ser pintado con la pericia de un artista del Renacimiento.

Mientras tanto, yo he regresado al tedio del sofá. El ir y venir del rodillo, la pintura que gotea, la moqueta cada vez menos roja. Levántate del sofá, hermanito, y tráeme otro botellín y un cigarrillo, me suplica después de haberse enjuagado el rostro. Mejor aún. Tráeme cervezas y cigarrillos para fumar y beber durante los próximos cuarenta años.

Apuro la Bud. Me trastabillo, me hago con botellines suficientes para emborrachar a una manada de mamuts. Hurgando en cajones reúno tabaco suficiente para seguir fumando durante una buena temporada. Lo vuelco todo en la moqueta porque ha comenzado ella a descender la escalera. ¿Cómo te sientes?, pregunto con un deje de tristeza. Como cualquier otra persona, responde quitándose la ropa con movimientos rápidos, antes de cubrirse con la manta y comenzar a beber cerveza.

Pasadas unas horas está completamente borracha. Se encoje junto al gato, se sumerge en un sueño profundo. Lloro mientras duerme, y me viene a la memoria la tarde que comencé a sentirme enfermo de amor debido al remordimiento, y no dudo en arrancarla del pozo del sueño. Hermanita, digo señalando manchas de humedad en el techo. Has de terminar lo que empezaste. Beluna despierta del sueño con síntomas de letargo. Su rostro se muestra cerúleo, como el de Lou Reed en sus últimos días de vida. Durante el largo sueño ha mezclado fantasía y realidad. Afirma ser la propietaria de un convertible lujoso, de una vivienda en la costa de Tánger. Dice haber sufrido terribles pesadillas durante el tiempo que ha permanecido sumida en tan profunda ensoñación, y asegura haber visto demonios azules. Tras un ajuste largo, con dificultad trepa hasta el último peldaño de la escalera para borrar la humedad con otra capa de pintura. Pero ningún esfuerzo suyo recibe mi aliento ya que, siendo hombre, tengo el poder de hacerla fracasar. Entonces se revela al arrojar el rodillo a la moqueta. ¡No pienso pintar un solo centímetro más de techo!, aúlla después de haber brincado sobre la misma, donde traza, con movimientos desiguales, una especie de danza beréber. Ven, Hermanito, dice. No te importe que parientes y amigos nos vean bailar agarrados. ¿Te acuerdas de esta canción? Yo llevo una larga temporada sin pisar una pista de baile. Sin embargo, me arrimo a ella, tanto que no me queda más remedio que cogerla por la cintura.

Oscurece cuando parientes y amigos comienzan a festejar el vínculo de lo fraternal. Se encajonan en los pasillos. Ocupan los retretes y ejecutan pasos de danza. Bufa el gato cuando se agarran unos a otros y arrancan a batir palmas. Avanzan en hilera hacia el recinto de cristal, donde van asomándose por parejas para dar fe de la luz que deshila el rostro de Beluna, que descansa en una cama, tan pura y lechosa como nunca la he visto antes. Parientes y amigos continúan batiendo palmas aunque ninguno se esfuerza por comprender, pues ninguno conoce la dosis exacta de tiempo que precisamos. Por eso decidimos prolongar el baile otros veinte años más. Durante ese periodo, un diecinueve por ciento de parientes y amigos fallecerán de enfermedades catalogadas como habituales. Los ancianos lo harán de vejez.

Hace calor cuando caemos en la cuenta de que ha llegado el momento de dejarlo. No hay nada que justifique otros veinte años más de danza. Con el transcurso de los años, hemos ido perdiendo el contacto con la realidad, de modo que Beluna camina pasos lentos, circulares, como si alguien la hubiese atado largo tiempo a una noria. Dibuja lazos en el aire cuando me explica que le está pasando algo muy grave. A continuación, junta botellines y tabaco suficiente para seguir otros veinte años más. Sin darme una sola explicación, abandona el saloncito, sabiendo que nunca más nos volveremos a ver.

El último Bizirik

… «dentro de unos días serás tú el último Bizirik». Eso dice padre después de tachar el nombre de otro Bizirik en la vieja cartulina…

… siempre que padre utiliza el término “último Bizirik”, a mí me viene a la mente el libro escrito por James Fenimore Cooper que lleva por título El último de los mohicanos. Desconozco el motivo de semejante evocación debido a que nada tengo que ver con el tal Uncas…

… los Bizirik somos originarios de Usurbil, un pueblo inmediato a Donostia. Soy hijo único y, al igual que les sucede a los de mi generación, nací imposibilitado para fecundar a una mujer…

… mi cerebro es un hervidero cuando estudio el árbol genealógico proyectado por padre en la cartulina. A pesar de los numerosos tachones, compruebo cada enlace de nuestros antepasados, sus llegadas y salidas de este mundo…

… padre habla de los orígenes de nuestro linaje. Quiénes fueron esos hombres y mujeres que emigraron a Venezuela alrededor de 1660, al parecer huyendo de las hambrunas que asolaron Euskadi a lo largo del diecisiete…

… los Bizirik, hombres y mujeres con un entusiasmo fuera de toda duda, se asentaron en aquella tierra de oportunidades. Fue, al comienzo de la Guerra de Independencia, cuando una minoría decidió marcharse a Puerto Rico. El traslado debió de suceder alrededor de 1811 si atendemos a los datos históricos. Al parecer unos pocos alcanzaron La Florida…

… los Bizirik somos hombres apasionados de las armas. Pertenecemos a una estirpe de larga tradición militar. José Antonio Bizirik y Travieso es un buen ejemplo de ello. Siendo último gobernador del Castillo del Morro de San Juan participó activamente en la defensa de la ciudad durante el bombardeo del 12 de mayo de 1898. Otro Bizirik amante de las armas fue Ángel Liberal Bizirik, natural de Debabarrena, quien murió tiroteado durante el alzamiento de Valladolid en julio de 1936…

… padre insiste en que yo he de ser el último Bizirik dado que los demás miembros de la familia están dejando de existir. Aquellos que padre conoció, siendo niño, ya están muertos en su totalidad. Siguiendo las leyes de la naturaleza los hijos de esos hombres y mujeres tuvieron descendencia propia. Pero no ha nacido un Bizirik en este siglo. Nos extinguimos a una velocidad imprevista sin que seamos capaces de explicar el motivo…

… con mayor frecuencia padre lee los obituarios de los periódicos. Oscuramente tacha el nombre y los apellidos de cada Bizirik recién muerto. La cartulina empieza a estar emborronada…

… Verónica Castro Bizirik ha fallecido en Biscayne Park, sin prole conocida, a la edad de cuarenta y tres años. Su muerte me invita a pensar en el día que padre no esté entre nosotros. La vanidad me lleva a imaginar el día que seré yo el único Bizirik sobre la Tierra…

… nos llega la siguiente noticia: el doctor Agustín Bizirik Etxeita ha fallecido mientras revisaba el automatismo de su escopeta de caza. No se trata de una defunción cualquiera, ya que dedicó sus últimos años de vida a estudiar la causa que incapacita a los Bizirik de mi generación…

… padre se ha volado la tapa de los sesos esta noche mientras yo dormía. Ensucio su nombre en la cartulina, me miro en el espejo, alzo el mentón. Soy el último Bizirik…

… he pasado una noche agitada. Antes, por la mañana, tuve que acercarme a Bayona. A la altura de Irún rebasé un camión de grandes dimensiones en el que pude leer, con letra vasca de gran tamaño impresa en blanco sobre lona azul: “TRANSPORTES BIZIRIK”. Un par de kilómetros más adelante superé un segundo camión en el que pude leer, de nuevo escrito con letra vasca de gran tamaño impresa en blanco sobre lona azul: “TRANSPORTES BIZIRIK”. Incluso alcancé un tercer camión con las mismas letras escritas sobre la misma lona azul…

… me he procurado una pistola puesto que al parecer está incompleto, quién sabe si errado, el árbol genealógico que durante años trazó padre en la vieja cartulina.

Antonia

«Demasiados años.»
«¿Es tu mujer?».
El agricultor asintió.
«La recuerdo, aunque de un modo vago.»
«¿La conoces?».
«Claro. Pero ha pasado mucho tiempo.»

*

«¿Un café?».

*

El granjero intentaba saber cuando la loca hubo desaparecido tras el ventanal.
«¿Hace esto a menudo?», preguntó.
«Apareció en mitad de la plaza. En cueros, ojos de alucinada. Desde entonces…».
El granjero dijo:
«Ayer mismo pude verla hurgando en un contenedor de basura. Vestía bata azul, mal abotonada. Alcancé a verle la entrepierna.»

*

«Así, durante veintisiete años.»

*

A pesar de poseer una corpulencia aún mayor que la suya, el agricultor no le pareció gran cosa al granjero, los ojos hundidos en el pocito con café.
«La locura es alarmante. Siempre.»
«Cada día lo mismo.»
«Deberías hacerte cargo de ella. Evitar que se exponga ante los demás.»
«Desayuno cada mañana en este bar», el agricultor hablaba como si de pronto estuviese demasiado lejos del granjero. «Después, marcho a la finca. Allí paso lo que queda del día.»
«Supongo que has valorado suficientemente la idea de su ingreso en una clínica mental.»

*

El agricultor giraba la cucharilla en el pocito con café.
«Muchas veces. Pero no soy quien ha de tomar semejante decisión.»

*

«Eres su marido.»

*

Con un movimiento de cabeza apenas perceptible el agricultor confirmó cada palabra del granjero, la frente ondulada por el resentimiento.
«Pero no soy Dios.»

*

«¿Cómo se llama?».
«Seguro que recuerdas su nombre.»

*

Haciendo caso omiso de la suspicacia, el granjero hizo la siguiente pregunta con cautela, sabedor de que era mucha la indiscreción.
«¿Compartís lecho?».
«Duermo en la cuadra», aseguró el agricultor, los labios convertidos en un marchito pliegue. «Agarro la bicicleta con el gallo; entonces marcho a este bar.»
«¿Cada mañana?».
«Cada mañana.»

*

De algún modo, el granjero anhelaba que las respuestas dadas por su interlocutor sirviesen para llenar la espera de años.
«¿Has pensado en marcharte lejos de ella?».
«Me lo impide la bicicleta.»

*

Con el mentón mal recortado, el agricultor señaló una bicicleta de color rojo arrimada a la máquina recreativa.

*

«¿Qué tiene que ver esa bicicleta con tu mujer?».
«No llegaría lejos con ella.»
«Te siento todavía vigoroso.»
«Le falta fuelle.»
«Yo la veo sólida.»
«Está en las últimas.»
«Una puesta a punto será más que suficiente.»
«Apenas puede conmigo.»
«Hablamos de simples hierros y de neumáticos.»

*

«¿Hablas de Antonia?». El agricultor esbozó una sonrisa.
«Hablo de tu bicicleta.»

*

Quedaba claro, pues, que el agricultor jamás había querido tomar la iniciativa en lo que respecta a la salud mental de su mujer. Simplemente aseguraba estar encadenado a la bicicleta.

*

El granjero decidió regresar a la indiscreción.
«¿Y nunca has pensado en subirte al autobús de línea y dejarlo todo atrás, incluida tu mujer?».
«Este es mi mundo.»
«Tu mundo está a punto de desaparecer.»
«Pero me necesita.»

*

Entonces, imaginó al agricultor abrazado a la bicicleta.
«Supongamos que hay dos opciones en la vida y necesariamente tienes que elegir una de ellas», dijo. «Uno: A pesar del tiempo transcurrido y de todo lo sucedido, ingresas a tu esposa en un hospital psiquiátrico porque la respetas, porque nunca es tarde para atenderla como se merece. Dos: Te alejas de ella. Marchas a otro lugar.»
«Esta la bicicleta.»
El agricultor la señaló con un dedo.
«Puedes llevártela. Tal vez os venga bien un cambio de aires, a ti y a la bicicleta.»
«Morirá.»
«Nadie morirá.»

*

«Hay una cuarta posibilidad», el agricultor bebió el pocito de un trago, sabedor de que acababa de abrir la puerta de la imaginación. «Que lo haga mi mujer.»

*

«¿Te refieres a que sufra ella un accidente?».

*

Ahora, ambos sabían que habían pasado a moverse en suelo cenagoso.
«Es lo mejor para todos», dijo el agricultor.

*

El granjero quiso mostrarse ligeramente burlón.
«Lo que debes hacer es ingresarla en algún centro de salud mental», afirmó. «De ese modo, ella estará debidamente atendida y tú gozarás de plena libertad.»
«Ya te lo he dicho. No soy quien para encerrar a mi mujer en un loquero.»

*

Entonces, percibiendo la verdad del asunto, bajó la voz.
«¿Estás pidiéndome que me encargue de tu mujer?».
«Es lo mejor para los cuatro.»

*

Lo siguiente fue casi un cuchicheo.
«¿Pretendes que acabe con tu mujer?».
El agricultor dedicó unos minutos a estudiar el rostro del grajero.

*

«Está muerta.»
«¿Qué demonios te propones?».

*

El agricultor tomaba su antebrazo cuando dijo: «Necesito que me ayudes.» Lo dijo de tal modo que sus ojos excitaron los del granjero.

*

«¿A quién no le viene bien una suma importante de dinero?», prosiguió.
«No me conoces.»
«Piénsalo. Un último encuentro con la chiflada a cambio de un buen pellizco de dinero.»
«Eres un miserable.»
«Será como cazar conejos.»

*

«No es asunto mío.»
Los dedos gordos y velludos del agricultor comenzaron a oprimir el antebrazo del granjero.
«Mi mujer descansará para la eternidad. Tú serás rico y yo podré dormir a pierna suelta.»

*

Ahora, solo suspiros.
«Supongo que no hay vuela atrás.»
«Esas cosas ocurren.»
«Suéltame…».
«Te conozco.»
«No sabes…».

*

«Asunto concluido, entonces», resolvió el agricultor. Y aflojó los dedos, dando, de ese modo, por zanjada la discusión.
«Será mejor que me vaya», el granjero hizo ademán de abandonar el taburete, pues todavía estaba a tiempo.
«La mataré yo mismo. Y continuaré siendo un hombre rico.»

*

Posiblemente el agricultor lo había reconocido. El granjero se mordía las uñas mientras aguardaba la llegada del arrojo.

*

«De acuerdo», dijo al fin.
«Todo irá bien», el agricultor había posado la mano, de repente tierna, en su hombro.
«Va a resultarte caro…».
«No importa.»
«¿Qué tengo que hacer?».
«Cincuenta mil.»
«¿Cuándo?».
«Tú simplemente hazlo.»

*

Como el agricultor y el granjero habían sellado un pacto de sangre, se miraron duramente a los ojos antes de que el primero le pidiese una botella de güisqui al camarero. Botella en mano, abandonaron los taburetes. Haciendo rodar la bicicleta salieron juntos del bar.

El balón del Mundial

Voy a comprarte el balón del Mundial de fútbol, dijo el viejo, que exhibía ademanes de hombre en blanco y negro. Acompáñame a la tienda deportiva, continuó mientras yo me escarbaba el pellejo. Un segundo antes de que abriese la boca para responderle que no hacía falta que gastase su dinero en otro balón de fútbol.
El viejo me miró cómplice y me preguntó si no deseaba el balón del Mundial. Yo le dije que no necesitaba ningún balón.
Hace un par de días le has comprado uno a tu nieto, dije. No es necesario que gastes en otro balón.
Voy a comprarte un balón de fútbol. El del Mundial. Será tuyo sin que lo sepa ella.
Eso me dijo el viejo a mí, y su golpe me dejó en fuera de juego.
En efecto, durante un par de minutos yo me quedé callado, y sentí como si caminase a trompicones, tambaleante al lado de ella, mientras él había comenzado a esbozar su sonrisa de villano. Antes de que le mintiese diciéndole que no había problema alguno y le confesase que me gustaba el fútbol desde que era un chiquillo y le recordase que él era sabedor de mis logros deportivos.
Le dije al viejo que siempre había soñado con ser mejor futbolista que Maradona. Que los espejismos de juventud quedaron atrás después de lo de ella. Le dije al viejo que nada era como antes.
Ya no practico deporte, dije, apenas con un hilo de voz, como si el cañón de una pistola me oprimiese la garganta.
Pero era obstinado el viejo. Tanto que dedicó un rato a perfeccionar una especie de gruñido, como de oso, antes de volverme a insistir con el mejor balón de fútbol. Gruñó el viejo hasta que su tozudez se hizo insoportable. Hasta que, con la cabeza gacha, le dije que su nieto era dueño del balón del Mundial.
Has sido tú quien se lo ha regalado, dije. Y le expliqué por qué ya no jugaba al fútbol.
Mientras tanto, él se había acercado a la mesita de cristal, donde se dedicó a remover periódicos deportivos, a decirme que había leído al padre de Messi decir que pudo regalarle un balón de fútbol profesional a su hijo cuando, siendo este un joven precoz, firmó el contrato que lo iba a llevar a Barcelona.
¿Y bien?, el viejo movió su corpachón con la intención de escrutarme el semblante. ¿Cómo te fue a ti?
No demasiado bien.
¿No demasiado bien?
Ya sabes cómo me fueron las cosas.
El viejo alargó la conversación después de haber ignorado mi respuesta. Lo hizo hasta que me preguntó por las características técnicas del balón. Entonces sonrió como si festejase su última travesura.
¿Me preguntas por el balón que has tenido entre las manos?
El viejo volvió a preguntarme por las características técnicas del balón, esta vez con vehemencia.
Yo cedí ante sus sacudidas.
Es el balón del Mundial, dije con voz exangüe. Con manchas oblicuas en el cuero blanco. Borrones imprecisos en la imagen. Su rostro flotando en el día luminoso.
La tercera descripción al viejo debió de parecerle tan exacta que se asomó a la ventana abierta, quién sabe si para encontrársela a ella flotando en el cielo azul.
El primer balón de fútbol que pateé era pesado como el cráneo de un adulto, y bastante irregular, dijo el viejo, que por un momento me recordó a un transatlántico bendecido por la luz de ultramar.
Entonces, abandonó la ventana.
Si lograbas que rodase por el suelo, aunque difícilmente ese balón podía rodar, entonces te observaba a través de las cuencas vacías. Siempre te hacías polvo el pie cuando golpeabas ese balón arrancado de la fosa al otro lado del muro. Así que lo mejor que un muchacho podía hacer con ese balón era “la cuchara”. La que puso de moda Raúl años después.
Algo parecido a la risa, continuó el viejo. Poco nos importaba ese dolor intenso, a nosotros, los muchachos, pues éramos unos burros. Recuerdo el olor a pasto, las porterías lejanas, todos desbocados detrás de un balón que cabeceaba con esfuerzo mientras nosotros corríamos felices en un intento por patear ese balón que no dejaba de balancearse de un lado a otro.
Después, el viejo se dedicó a amontonar párrafos antes de decirme que los muchachos de todas las guerras juegan a darle patadas a una calavera.
Corríamos tras la calavera como si fuéramos un puñado de gallinas.
De pronto, enmudeció. Y, dejándose caer en la butaca, soltó un bufido que mantuvo el silencio durante unos minutos.
Los minutos eran hormigón cuando los quebró el viejo.
Era de hueso, el balón, dijo con la mano dispuesta a modo de martillo pilón. Al principio, con los primeros puntapiés, la calavera apestaba a tierra removida, a pino empapado.
Eso dijo el viejo, su cuerpo como de cristales rotos.
Sin embargo, yo no era capaz de seguirle. Hasta que le pregunté:
¿Jugabais con una calavera?
Con la de padre, respondió él poniéndose en pie, antes de que yo dijese que la calavera bien podía ser la de cualquier muerto. Y señalándose la dentadura, con el dedo índice, aseguró que le quedaban cuatro dientes a su viejo antes de morir. El resto eran prótesis o reconstrucciones.
Después, me arropó con modales de preparador físico para convencerme de que la calavera enseñaba cuatro dientes.
Los muchachos de la guerra jugábamos al fútbol con la calavera de padre, dijo mirándome con una sonrisa entre paciente y malévola. Por eso vas a tener tú el balón del Mundial. Para que no llegue el día en que tengas que patearme el cráneo.
Y llevó su manaza a mi hombro. Su olor agrio, pesado.
Traspiraba el viejo cuando encaró la puerta de salida, mientras yo me apresuraba a detallar algunas características técnicas del balón del Mundial de fútbol:
Es esférico, el balón del Mundial. Mide once centímetros de diámetro y pesa unos cuatrocientos gramos. Es una belleza de balón.

Compás universal

A forest, de The Cure, posee la rareza de las grandes canciones que yo he ido escuchando a lo largo de mi existencia. Abusa de la anomalía que supone sumergirte adentro de una vieja piscina bordeada de terratenientes decrépitos, excéntricos, ridículos e indecorosos sobre todo, como sucede en los primeros minutos de La ciénaga, película dirigida por Lucrecia Martel. A lo que voy: la canción de The Cure maneja una cadencia que se me antoja definitiva para aquel que la escucha por primera vez y siente un interés real por la buena música, y que, además, pretende bailarla en discreción. Quién sabe si estremecerse, como en cada capitulo le sucede al temeroso confesor de Pío XIII. Porque ¿quién puede saber si temblar ante sus extravagancias supone, al menos, un acto obligado de fe? En definitiva, es muy probable que todo lo anterior tenga que ver con empaparse del agua barrosa que brota de uno de los retretes de The void, garito elegido por Gaspar Noé para su película filmada en Tokio. Una suerte de sarcófago que uno quisiera visitar sin llegar a derrumbarse ante las dificultades inherentes a su apretada estrechez. Sucede lo mismo con otra canción actual (véase Les Amours Imaginaires, de Xavier Dolan, película aderezada con Pass this on, de The Knife). A lo que voy. La buena música es anómala. Da lo mismo que haya sido fabricada en el siglo XVII, en los setenta, en los ochenta o en los noventa. Poco importa que haya sido descubierta, una vez más, en el arranque del nuevo milenio. A quién le importa que la buena música haya brotado del cerebro de un niño de papá antojadizo o de las manos locas de un humilde pescador. Nada de esto debería importarnos, ya que la buena música es fascinante en su esencia, dada la sencillez conque aseguramos sus caprichos y los arropamos con el compás universal resultante de su propia naturaleza, que es lo único por lo que hemos sido invitados a bailar. Ese compás es 1 2 3 4 (que nada tiene que ver con la sucesión inversa que da nombre al último título de Paul Auster y que jamás, ni por asomo, alcanzará a significar lo mismo). 1 2 3 4 y el vinilo rueda perpendicular en el interior de la jukebox al tiempo que el mundo se mantiene en su sitio todo lo que sea necesario para que sus habitantes, es decir, aquellos a los que nos gusta la buena música, nos echemos a las calles a bailar. Esto que afirmo en estas líneas, me lo mostró, hace la friolera de veintiocho años, un DJ británico amigo mío, cuyo nombre, evidentemente, ya no logro recordar.

Pueden tomarse su tiempo

H alcanza a ver un hombre tirado en la acera de regreso a casa. Ha salido a bailar con los de la fábrica, es bien entrada la madrugada y las mujeres se han largado a pasar el resto de la noche con sus hombres. Bajo la farola amarillenta hay una bicicleta volcada. A su lado, el hombre tumbado boca arriba, el morral a la espalda. H lo mira furtivamente. Un “sin techo”, ojos cerrados, piel de yeso, barba dorada y todos los dientes de oro. No hay rastro de sangre bajo su cuerpo. Aún así se le acerca todo lo que puede para estudiarle la mugre en las uñas cuando siente el frío de la acera contra las suelas y descubre que se trata de un mendigo llegado de algún país asiático. Sotabarba oscura, jeans orinados, pelliza de lana de oveja, la parte superior de un chándal desvaído por el uso. Como se ha juntado demasiado al oriental es capaz de respirar el rastro de olíbano mientras este ha comenzado a hacer ruidos indecorosos con la boca y parece disfrutar de un sueño profundo. Como si estuviese en la cama de un buen hotel y no tuviese prisa por despertar. Pasan los minutos. Suficientes para advertir que al desconocido poco a poco se le está espabilando la respiración. Entonces se agacha a preguntarle el nombre al tipo que acaba de abrir los ojos y lo ha hecho retroceder al adivinarle la pierna encadenada al estribo, un hilo de saliva prendido al labio inferior, las manos alucinadas buscando la estrella que llamea el cielo. Así le viene a la memoria el zambo capturado por el sargento Lituma en La tía Julia y el escribidor, y sabe que se trata de un negro que ha bebido más de la cuenta. Que parpadea y trata de fijar en él la mirada deslumbrada por el alcohol. Tan confusos son sus pensamientos que no sabe qué decirle ni qué hacer. Y da por hecho que el zambo no tiene conciencia de estar tirado en la acera, a escasos centímetros de él. Mira entonces a ambos lados de la calle y solo adivina farolas amarillas, hileras de vehículos estacionados, árboles al otro lado del muro. Tal vez el tipo está pasando una mala racha. Debería, sin duda, prestarle ayuda, socorrerlo, aunque se limita a preguntarle si tiene algún hueso fracturado. Sin darse cuenta se ha acercado a un nuevo olor: meado de gato; tal vez mirra. Y piensa que el zambo puede ser un peón de albañil que ha bebido demasiado, ha aflojado intestinos y comenzado a emitir un ruido silbante, como estertores. Salvodar… ¡Agg…! Sí… Sonidos que le hacen sonreír y le traen a la memoria el graznido de un ave, algún tipo de cacareo mientras persiste con la misma colección de sonidos: ¡Agg…! Miséas… Sí… La lengua juguetona, los ojos desacompasados al pretender soltarse del estribo. Pero no lo consigue el zambo, que revuelve su cuerpo atravesado en el pavimento hasta que logra extender el morral a modo de bastidor. Nunca la pierdas de vista, le susurra H al zambo agarrándole el índice para ayudarle a puntear la estrella, que ha fondeado en la oscuridad y parece dispuesta a esperarle. Y sin volver la cabeza se despide de él. Y queda a la espera, pues nada ha de mostrarle al hombre tendido en el suelo.

Nuria

El verano siguiente conocí a Nuria, la hermana menor de Javier, un muchacho rubio, también de Madrid. Nuria tenía una pinta magnífica. ¡Quién pudiera pasar la tarde con una chica como ella! Era tan alta como yo, tenía el pelo rubio y pinta de ser inteligente. Yo colocaba la toalla frente a la de ella y nos pasábamos el día charlando, jugando a las cartas, a las palas. La observaba a través de las gafas de sol mientras una especie de desasosiego me martilleaba por dentro porque nunca antes había visto tales tetas, tales piernas, tales caderas. No podía dejar de mirarla y solo pensaba en su gran culo redondo. En definitiva, en aquel verano yo era feliz debido a que soñaba con hacerle el amor a Nuria, y ni siquiera me planteaba la conveniencia de pasar el resto de mi vida junto a ella, ya que poco me importaba el futuro por entonces.
Con nuestros amigos organizábamos reuniones en la playa al caer la noche. Ella me recibía junto al fuego con sus vestidos ligeros, descalza, el pelo alborotado, riendo, bebiendo vino. Una noche, que habíamos bebido más de la cuenta, me tomó de la cintura y caminamos por la arena dura y fría hacia unas rocas que había a pies del acantilado. Todo era negro a nuestro alrededor y no se movía el aire. ¡Nuria era una tentación irresistible y yo acariciaba su gran culo redondo! Pegando mi boca a la suya presioné su pubis hasta que pude notar sus tetas contra mi cuerpo. Esa noche nos metimos mano, y me mordió hasta que sangraron mis labios.
Recuerdo los días siguientes en los que hicimos lo posible por mantenernos lejos de Javier, que parecía estar celoso y se había convertido en una especie de guardaespaldas de su hermana. Nos metimos mano en distintas ocasiones, aunque nunca llegamos a hacer el amor. Entonces llegó el último día de agosto. Su familia había regresado a Madrid una semana antes. Yo tenía su número de teléfono cuando regresé, también, a la ciudad. Por supuesto recordaba el sabor de la sangre la mañana que la llamé. A pesar de que su voz sonó entre neutra y distante al otro lado del teléfono, logré que quedásemos en un parque a mitad de camino. Pero Nuria no apareció. De modo que regresé a casa con la sensación de tener una soga al cuello. Fue entonces cuando la llamé de nuevo esperando escuchar algo bonito que justificase su ausencia, pero una mujer dijo que su hija no estaba en casa y colgó el teléfono. Los días siguientes lo intenté varias veces más. Hasta que una mañana se puso al aparato. Yo le pregunté el motivo de su alejamiento. Ella dijo que había tomado una decisión, con lo que ya no iba a disponer de otra oportunidad para poder hacerle el amor.
Las semanas siguientes casi me vuelvo loco, pues tenía la certeza de que había estado todo el tiempo equivocado. ¿Acaso había sido un mero entretenimiento vacacional para ella? El problema parecía estar en mi cabeza, ya que había albergado demasiadas esperanzas. Con lo que pasé lo que quedaba de vacaciones buscando el modo de poder verla de nuevo. Aceptaba las invitaciones de Javier para pasar la tarde en su piscina privada. Tumbada en la toalla, Nuria era una diosa de marfil mientras yo era una imagen equivocada. Por supuesto era cortés conmigo. Se acercaba a saludarme y me plantaba un par de besos en las mejillas. También yo era cortés con ella, con su hermano, con su madre. Pero había algo doloroso en esa situación. La vida entera era una mierda. Por las noches sufría fuertes palpitaciones y apenas lograba conciliar el sueño. Así pasé un tiempo, con la sensación de que todo había muerto a mi alrededor, hasta que el rastro de destrucción fue desapareciendo con el paso de los meses y llegó el siguiente verano. Después, llegaron unos cuantos más.

*

No estoy seguro del lugar, lo más probable es que se tratase de la celebración de un cumpleaños en un edificio en el centro de Madrid. Nuria apareció con otra gente. Nos emborrachamos, quedamos en volver a vernos el fin de semana siguiente en una terraza de moda en Malasaña. La terraza estaba atestada de personas con ganas de pasárselo bien cuando asomó entre la gente con un vestido rojo y un escote amplio. ¡Mierda, estaba preciosa! Nos emborrachamos, bailamos, ya tarde nos largamos a meternos unos tiros al descapotable. Casi amaneciendo acabamos en mi casa, donde se descalzó, entró al cuarto de baño y salió del mismo con el pelo alborotado. Encendí el estéreo y nos metimos unos tiros arrodillados a una mesita de cristal. Entre torbellinos de polvo blanco la sujeté de la cintura para atraerla hacia mí justo cuando ella había comenzado a sacarse las tetas por el escote. Son igual de bonitas que hace años, le dije mientras ella movía las caderas, y la pelvis, y comenzaba a bajarse lentamente el vestido. Desnuda, Nuria se inclinó para marcarme el miembro. Ya quedaba poco. Pero no había llegado el momento todavía. Así que le tapé los ojos con un pañuelo, y los minutos siguientes los dediqué a pellizcarle el culo, a sobarle las tetas creyéndome un tío grande. Amanecía cuando le eché a un lado las bragas. Como diría Bukowski: «se la metí y la monté en la cama durante un par de horas de larga cabalgada.» Lo hice hasta que alcanzamos el clímax sexual.
Al mediodía me despertó un sol cegador que entraba por la ventana. Todo estaba silencioso y me ardía el pecho como si fuera un tejado de zinc caliente. Somnoliento, recorrí mi desnudez con la mirada. Entonces caí en la cuenta de que Nuria se había pasado la noche entera mordisqueándome los pezones hasta convertirlos en un reguero largo y oscuro de sangre. Creo que sentí una punzada en el corazón cuando estuve seguro de que se había largado de mi vida para siempre.

Animalitos ucepianos

Esta es la historia de una celebración doméstica. Es sábado, son las tres menos veinte de la tarde, y nos hemos reunido para conmemorar el setenta y seis cumpleaños de nuestro padre. En este tipo de reuniones todos esperamos comidas elaboradas, conversaciones intrascendentes seguidas de instantes de tensión seguidos de momentos de esparcimiento sincero. Bebemos cerveza alrededor de la mesita de cristal mientras yo me dedico a observar el cambio de aspecto que en los últimos tiempos ha podido sufrir alguno de mis hermanos; por qué no sus parejas.
Mientras nuestra madre se dedica a servirnos el aperitivo, los demás nos vamos acomodando en los sofás y en los butacones. Ella nos atiende, y nuestro padre disfruta siendo el centro de atención. Siempre ha aprovechado las visitas para soltar sermones. Pero hoy está más callado de lo habitual. Sin ningún preámbulo nos hace saber que tiene la intención de conectar el televisor al comienzo del informativo del canal 5, ya que un viejo amigo suyo va a ser entrevistado en un hospital de Madrid. Quiero ver a Julio, dice.
En casa de nuestros padres es inusual almorzar con el televisor en marcha, pero nuestro padre lo ha sacado de la salita y lo ha colocado encima de una mesa auxiliar —situada a unos metros de la mesa de comedor—, y parece dispuesto a darle vida. ¿Os acordáis de Julio Picazo?, pregunta.
Julio y él se conocieron en 1974, año en que nuestro padre comenzó a trabajar en la cementera Asland. Desde entonces han mantenido una amistad bastante regular. Puede decirse que se trata de una amistad sin altibajos. Durante años han viajado a distintos países de Europa y África por negocios. Si dos compañeros de trabajo vuelan juntos por negocios, significa que algo va a cambiar entre ellos. Me refiero a que se fortalece la confianza que uno tiene en el otro. En este tipo de viajes el compañerismo termina imponiéndose siempre al respeto mutuo. Perforar la intimidad. Ese es el rollo.
Como digo estamos con la cerveza cuando nuestro padre nos cuenta que hace más de cuarenta años Julio y él viajaron al Sahara. Fue la primera toma de contacto con los yacimientos de fosfatos al sureste de El Aaiún. El primer día, después de una jornada de trabajo, el guía los acompañó hasta un pasillo mal iluminado dentro de una alquería, donde dirigió el farol hacia un par de puertas estrechas con los tablones pintados de un azul muy brillante, y dos letreros en los que se podía leer escrito en cristiano: Ingeniero Picazo. Ingeniero Vizcaíno. Julio, que era un tipo astuto, dijo que no iba a pasar la noche en una habitación en la que cualquier moro podía estar al tanto de quién iba a pernoctar en ella. Nuestro padre estuvo de acuerdo con él. A pesar de estar agotados se decidieron a coger el jeep y se acercaron a la aldea en busca de compañía femenina. En el peor de los casos podían pasar la noche bebiendo hasta la llegada del amanecer.
Tiembla el carrillón a las tres en punto. Nuestro padre pulsa un botón del mando a distancia y se aparta de nosotros. Nuestra madre se mete en la historia diciendo que no hemos venido un sábado a su casa para ver el informativo. Dice que está grabando la entrevista para poder verla más tarde. Nuestro padre se excusa con que su amigo se está muriendo. El tumor se ha extendido por cada célula de sus órganos vitales y ha terminado por perforarle los huesos. Para qué continuar con el procedimiento, dice, y aprovecha su comentario para explicarnos que los médicos han decido interrumpir la terapia por radiación. A su amigo le quedan unos pocos días de vida.
Con gesto hosco, nuestra hermana le dice que no hable de esas cosas. Se lo dice como si fuera el peor padre del mundo. Pero nuestro padre está tan afectado por el inminente final de su viejo amigo que no escucha lo que le dice su hija. Además, parece haberse olvidado de su salud quebrantada. Quiero ver a mi amigo en la televisión, dice. Yo pienso que algunas cosas no tienen solución mientras nuestra madre insiste en que puede ver a su amigo cuando los demás nos hayamos marchado a nuestras casas. Estás grabando el informativo, repite.
Es algo curioso, pero nuestra madre comienza a marchitarse al tiempo que nuestro padre regresa como bailando a la mesita de cristal, se arrellana en su butacón y bebe un trago de cerveza. El trago debe sentarle bien, ya que durante un instante parece alejar a su amigo de la memoria. Pero mi mujer quiere saber la razón por la que su amigo va a ser entrevistado en la televisión. Nuestro padre deja la cerveza sobre la mesita de cristal y responde que ha pasado los últimos días pendiente de la salud de su viejo amigo. La familia lo ha trasladado a la Unidad de Cuidados Paliativos San Camilo (en adelante UCP SC) debido a que la enfermedad no tiene cura.
Les juro que al escuchar sus palabras a mí me viene a la mente que la UCP SC es un depósito de cadáveres decorado como si fuera un hospital moderno. En realidad la UCP SC es un edificio gigantesco construido en una zona alejada de la ciudad en la que años antes se había proyectado una expansión urbana. Médicos, enfermeros, estudiantes de enfermería, recorren largos pasillos respirando música de ambiente como si cada uno de ellos fuese la representación de una naturaleza muerta. Me pregunto si esos médicos ejercen sus funciones cabalmente, a pesar de la molestia que supone el hilo musical.
Seguimos con la cerveza y yo me refugio del ruido de los demás, que discuten sobre asuntos dispares. En realidad no puedo dejar de preguntarme si esa melodía perpetua llega a alterar los nervios de aquellos que trabajan en la UCP SC. Es más, ¿quién puede garantizarme que todos esos médicos, su séquito de enfermeros y estudiantes de enfermería, no son sino embajadores de la Muerte que han ascendido a nuestro mundo en busca de almas con las que poblar el Infierno? Reconozco que me gusta un montón la idea. Médicos, enfermeros, estudiantes de enfermería hurgando en cuerpos dolientes para despojarles del alma. Queda claro que en algún momento de la terapia los médicos de la UCP SC han desatendido el juramento, ya que no ha sido la fatalidad quien ha colocado a todos esos enfermos en las camillas. Resumiendo: Lo que viene a ser una matanza en toda regla.
A este tipo de conjeturas dedico yo mi tiempo cuando nuestra madre nos invita a acercarnos a la mesa colocada en medio del salón. Casi en silencio nos vamos sentando a su alrededor siguiendo el orden establecido por ella misma hace ya algunos años.
A todo esto, la emisión del informativo ha comenzado en el canal 5, y la pantalla del televisor muestra dos mujeres sentadas tras una gran mesa resplandeciente, una al lado de la otra. Esta claro que la televisión es el mejor modo de enterarse de algo. Pero Beluna se sienta en su silla dando la espalda a un ministro del gobierno con pinta de ser un tipo bastante simplón. Nuestro padre comenta algo respecto de ese hombre, momento que ella aprovecha para poner su consabida cara de disgusto. Protesta y le pide que, por favor, apague el televisor. Nuestra hermana le ha pedido que apague el televisor a nuestro padre, que no se inmuta lo más mínimo. Parece haberse olvidado de su sufrimiento cuando alega que su viejo amigo está esperando la muerte. A pesar de que el lunes irá a visitarlo, insiste en mantener el televisor encendido. Julio es un hombre inteligentísimo, dice. La última vez que hablaron por teléfono, este se mostró especialmente travieso: afirmó que iban a soltarlo antes de que nuestro padre tuviese la oportunidad de acercarse al depósito de cadáveres.
Hundimos las cucharas en platos color calabaza. Resulta que ese momento de unción hace que caiga en la cuenta de que hace un calor horroroso en el comedor. Tengo la sensación de estar muy adentro de una cueva en la que todos sudamos copiosamente, y eso me da algo de sueño. Beluna le ruega a nuestro padre que apague el televisor. Estás grabando el informativo, dice. Nicolás, su hijo de cuatro años, ha comenzado a lloriquear. Nuestra madre suplica moviendo la cabeza con expresión muy seria, nuestro padre quiere saber qué tiene de malo perder unos minutos viendo a su amigo en el televisor. Quiero ver a Julio, protesta. El marido de Beluna le pregunta la edad de su amigo en un intento por encauzar la conversación, y a mí me dan ganas de vomitar. No se imaginan ustedes las nauseas que tengo cada vez que escucho su voz. Te echa un aliento envuelto por el humo de los cigarros cuando se te acerca a contarte alguna estupidez. De verdad, no aguanto su voz. Con lo que me levanto de la silla dispuesto a vaciar varias botellas de cava en las copas de champán de todos, excepto en la de Bobi. La mujer de nuestro hermano es tan insustancial. Ni siquiera bebe alcohol…
El calor está pegando fuerte. Ya sale, dice nuestro padre cada vez que una noticia toma forma en el rostro azul de la televisión. Pero el reportaje tiene que ver con el sistema de seguridad implantado en un edificio en Barcelona. Después de una riada de noticias, que solo sirven para prolongar la atención de nuestro padre, Beluna pretende mostrarnos lo molesta que está con su actitud al preguntarle: ¿Puedes apagar el televisor? Yo quiero ayudarla de alguna manera, y le aseguro a nuestro padre que ha repetido la misma frase unas veinte veces. Entonces, él parece entrar en razón. Puede que se sienta desalentado por la demora de la entrevista, el caso es que regresa a su sitio en la mesa, hunde la cuchara en la crema y la lleva a la boca, aunque antes vuelve a insistir en que quiere ver a su viejo amigo. Julio es un hombre brillante, dice. Un “figura” con los cálculos matemáticos. Está bien. Todos sabemos que las cosas que tienen que ver con números no le interesan a casi nadie, sin embargo notamos cómo la cuchara le tiembla en la mano, y nos conmueve que hable así de su viejo amigo.
Hay un anuncio de Mc Donald’s en el momento en que rascamos la loza con las cucharas. Nuestra madre apila los platos color calabaza en un carrito que empuja hasta desaparecer al otro lado del corredor. Terminada la cadena de anuncios regresa con una fuente cargada con pollo dorado y humeante, y un gran cuenco con ensalada. Comienza a servir pollo en un plato oscuro cuando el amigo de nuestro padre aparece en la claridad del televisor.
Es él.
Nuestra madre siempre ha tenido tendencia al drama doméstico. Deja el plato a medio servir sobre el mantel, se lleva una mano a la boca y murmura: Pobrecito… Entonces todos vemos un anciano que se arrima a un micrófono que sostiene una reportera muy mona, sentada a su lado. Julio, en carne y hueso, es un hombre increíblemente pequeño que viste un pijama azul que le queda excesivamente grande. Nuestro padre abandona la mesa y regresa al televisor. Acaricia el destello azul con la palma de la mano y se dobla hacia adelante como si fuera un acordeón. Nuestra hermana no quiere saber nada del viejo amigo de nuestro padre. Nicolás regresa al llanto en el instante en que su madre comienza a naufragar en el mantel, como si hiciese mala mar.
El sitio está muy bien, le cuenta Julio a la espléndida reportera. Es un lugar fantástico y nos atienden a la perfección. Todos vemos la lentitud de sus palabras, y a mí me entran una ganas tremendas de abrazarlo. Si ustedes tuvieran la oportunidad de contemplar su rostro enflaquecido seguramente tendrían las mismas ganas que yo de rodearlo con los brazos. Después, una voz de mujer se limita a explicarnos que un bufete de arquitectos ha diseñado la UCP SC para que los pacientes puedan pasar sus últimos días de la mejor manera posible.
En la UCP SC la muerte se ha convertido en el medio de vida de cada enfermo terminal. A través de la sucesión de imágenes adivinamos un sala donde se celebra una especie de terapia de grupo. Yo desconfío del papel que pueden desempeñar los psicólogos en este tipo de reuniones, ya que los pacientes son simples animalitos atrapados en la cabaña de un monte. Animalitos ucepianos con la certeza de ir cayendo uno tras otro bajo el fuego cruzado de un enemigo oculto en los muros del hospital.
Cambio de plano. Un tipo con el pelo rizado rasga una guitarra española. No lleva bata, y pellizca las cuerdas como si los enfermos fuesen scouts. El siguiente plano muestra un puñado de pacientes celebrando los acordes que arroja la guitarra. Solo sonríen a la cámara aquellos que están convencidos de seguir con vida un par de noches más.
Abismo insondable cargado de agotamiento. Nuestro padre se esfuerza en ver. Para ello sube el volumen del televisor en el instante en que Julio le explica a la bella reportera: Cuando despierto, cada mañana, pienso que soy uno de esos muñecos a los que un niño ha de dar cuerda para que puedan seguir moviéndose. Cambio de plano. Julio hundido en la silla de ruedas dentro de una habitación en la que una mujer extiende las sábanas de una cama a medio hacer, y en la que se puede adivinar un conjunto de cipreses al otro lado del ventanal.
Entonces a mí me entra el bajón y pregunto en voz alta cuál es el sentido de la vida. Cuánto tiempo nos queda a cada uno de nosotros. Estas preguntas existenciales ayudan a que nuestro padre se arrugue aún más cuando confirma: Es Consuelo. Nuestra madre, prendida al borde del mantel, murmura: Pobrecita…
Desde que tengo uso de razón nuestra madre sufre el dolor que no le pertenece, tanto que a los demás se nos humedecen los ojos. Yo mismo me esfuerzo por mantener la compostura, ya que no me gusta gimotear delante de nadie.
Pienso en Keith Richards esnifando las cenizas de su padre en el instante en que la cámara se detiene en un primer plano de Julio, que parece tremendamente cansado. Le tiembla la cabeza mientras agita su mano huesuda sobre la cabeza (como si estuviese despidiéndose de alguien) y nuestro padre se junta aún más al televisor, de modo que todos advertimos cómo le flojea la mano y el mando a distancia está a punto de rodar por el suelo.
Mientras tanto, Beluna continua dándole la espalda. No quiero que se hagan una idea equivocada de mi persona, pero no puedo dejar de pensar en colocarle unos espejos retrovisores a nuestra hermana —a la altura de las sienes— para que pueda atender a lo que resta de entrevista sin tener que darse la vuelta. Nuestra madre corta mi fantasía al insistir con que no es momento para estar pendientes del informativo. Estamos comiendo, dice. Con esas dos palabras busca amonestar a nuestro padre, que parece estar sopesando lo que supone una vida a la que solo le queda el desenlace final. Y como si la vida entera de su viejo amigo se le hubiese agolpado en la garganta grita: ¡Callaos! Así de fácil logra nuestro silencio cuando su viejo amigo se hunde más y más en la silla de ruedas, clava sus ojos fatigados en las piernas de la bella reportera, y en seguida los muda hacia donde está nuestro padre, con la certeza de que en unos días va a desaparecer en el agua profunda del olvido.
Julio ha sido un hombre inteligentísimo, balbucea nuestro padre. Beluna dice: Está vivo, papá. No digas que tu amigo fue un hombre inteligentísimo porque está todavía vivo. Pero nuestro padre hace caso omiso de sus palabras y se queda enfrentado a la luminosidad del televisor como si estuviese viviendo un momento de profunda exaltación. Como si haber contemplado a Julio consumido por la enfermedad le supusiera a él padecer una violencia real.
Bobi bebe agua de un vaso de cristal y nuestra madre murmura: Pobrecito… De alguna manera ha regresado de la cocina con un bizcocho de chocolate en las manos. El bizcocho parece un sombrero Bowler de charol negro. Salta a la vista que es el último intento por conseguir la atención de nuestro padre. A mí me hubiese gustado más un gran donuts bañado en azúcar rosa de Dunkin’ Donuts, pero que le vamos a hacer. Nuestra madre deja la tarta en medio del mantel, aparta platos, vasos y cubiertos, y prende la mecha a un siete que hinca en la parte superior del pastel, a un centímetro de un seis, ambos de cera roja. Nicolás está llorando a moco tendido. Nuestra hermana grita a pleno pulmón que tenemos a punto la tarta de cumpleaños. ¡Me estás agobiando!, abronca a nuestro padre, entonces a mí me entran unas ganas horrorosas de salir de allí pitando cuando las dos presentadoras entran de golpe en la fosforescencia de la pantalla para advertirnos del peligro que supone el bullying en los colegios. Tal es su fogosidad que yo sufro una sensación próxima a lo volcánico cuando un puñado de muchachos, dando saltos y brincos, se apelmazan contra el muro de un patio sombreado por el sol de octubre. Globos de colores siendo pateados por encima de sus cabezas. Definitivamente el televisor se ha convertido en una jaula de grillos.
Girando sobre ambos tacones nuestro padre regresa a la mesa para unirse a nosotros. Presiona un botón del mando a distancia, apaga el televisor, se detiene junto a su hija —que parece estar a mil kilómetros de distancia de él—, y busca aliento en el cabello acuático de su nieto lloroso. Antes de soplar las velas dice: Julio se muere. Se muere un hombre al que siempre he considerado más inteligente que yo.

El hombre con traje de faena

Al principio emergieron en el oleaje cambiante con los cuernitos fuertemente enlazados entre caracoles que se afanaban por escapar del caldo,

el hombre con traje de faena salió de la casa acarreando dos sacos de harina acompañado de un ruido como si el viento golpeara las ramas la noche que ella acudió a la cita y en el muro era fiesta y él soltó un suspiro y le contó lo que había oído a través de la ventana abierta,

el resplandor dentro de la olla era el rostro del hombre con traje de faena cuando entrelazaron los cuernitos y se miraron con mucha ternura antes de estirar el músculo para agarrarse a una hoja de laurel que verdeaba la sopa,

eso le supuso perderla de vista entre docenas de caracoles moribundos aunque todavía se sentía con fuerzas para rescatarla de los hervores que comenzaban a sacudir el puchero,

de modo que enderezó el músculo para acomodarse el caparazón y lo estiró mientras en el muro corrían rumores sobre el hombre con traje de faena y en el puchero ella estaba a punto de sucumbir a un cuernito de distancia,

pero el hombre con traje de faena se había colado en la cocina para avivar el fuego y coger una botella de aguardiente de la estantería y fue entonces cuando la caracolada comenzó a vociferar al elevarse la temperatura en la base de la olla y un susurro fantasmal envolvió las burbujas de vinagre que subieron veloces a la superficie para estallar en fuegos artificiales,

y la mitad de una cebolla sacudió la hoja de laurel en una de las detonaciones y el hombre con traje de faena estaba bebiendo demasiada aguardiente y él había sobrevivido a la explosión aferrándose a la hoja de laurel que en ese instante se hundía en la sopa antes de que otra deflagración lo arrojase contra el arrabal del puchero ante decenas de cadáveres,

pero entonces ya no fue capaz de localizarla entre tanto difunto y tanto espumarajo con lo que suplicó por su salvación mientras crecía en su organismo el deseo de sobrevivir,

y mientras el sol ardía al otro lado de la ventana el hombre con traje de faena desapareció al otro lado del pasillo y él se irguió en la hoja de laurel y pegó el pie a la plancha de acero y comenzó a trepar entre anillos de vapor que le alteraron la mucosa y le humedecieron la coraza,

y haciendo un último esfuerzo alcanzó el borde del puchero donde se quedó unos segundos asomado al vacío con gesto solemne como si estuviese a una galaxia de distancia del sudario de burbujas que había dinamitado el interior de la olla.