Hermanos

¡Beluna! Alzo la botella para darle otro trago largo. La vida es deseo de vivir con los demás, digo. ¡La vida no es una sucesión de injusticias!, grito. No consiento oír lo contrario saliendo de la boca de aquellos que ocupan el pasillo de la clínica iluminado por la luz de la tarde, tan blanca que parece espolvoreado de productos limpiadores. ¡Ocurre que la vida no vale una mierda!, aseguro después de que un estallido de luz haya atravesado la ventana para concederle algo de vida a los muebles que decoran el saloncito. Me echo a llorar sabiéndome incapaz de aguantarle la mirada a la equilibrista que pinta el techo encaramada a una escalera que nos ha prestado una médico argentina. Un gato blanco ovillado a mis pies. ¿Te gusta el blanco?, pregunto mientras me enjuago con el dorso de la mano. Me gusta el esmeralda, responde Beluna dos peldaños por encima de lo convenido.

Sobre el respaldo del sofá, una manta demasiado fina huele a lana virgen. La aparto con la punta de la zapatilla, hago pantalla con la mano para observarle los movimientos desiguales. Me gusta el esmeralda porque te gusta a ti -me cuesta adoptar el tono adecuado antes de continuar-, pero hazlo bien, hermanita, y pinta un poco más por este lado. Ahí…, ¿ves? Nadie lo hace mejor que tú.

Absolutamente consciente de la gravedad de su tarea, Beluna se estira como si quisiese tocar la estrella más apartada del firmamento. ¡Qué extraña es la vida!, dice echándose a reír. Contrayéndose al sumergir los dedos en la cubeta de plástico piensa en lo divertido que puede ser salpicarlo todo con pintura esmeralda. Adivino su pensamiento porque me ha suplicado una Budweiser. Saco dos botellines del frigorífico, los abro con el canto del mechero y me estanco junto a la escalera y le ofrezco uno a mi hermana, que ha arrojado el rodillo a la cubeta, y de un trago lo vacía antes de recuperar el rodillo y ascender hasta la cofa de la escalera con pies inseguros, donde ejecuta el ángulo del techo que debe ser pintado con la pericia de un artista del Renacimiento.

Mientras tanto, yo he regresado al tedio del sofá. El ir y venir del rodillo, la pintura que gotea, la moqueta cada vez menos roja. Levántate del sofá, hermanito, y tráeme otro botellín y un cigarrillo, me suplica después de haberse enjuagado el rostro. Mejor aún. Tráeme cervezas y cigarrillos para fumar y beber durante los próximos cuarenta años.

Apuro la Bud. Me trastabillo, me hago con botellines suficientes para emborrachar a una manada de mamuts. Hurgando en cajones reúno tabaco suficiente para seguir fumando durante una buena temporada. Lo vuelco todo en la moqueta porque ha comenzado ella a descender la escalera. ¿Cómo te sientes?, pregunto con un deje de tristeza. Como cualquier otra persona, responde quitándose la ropa con movimientos rápidos, antes de cubrirse con la manta y comenzar a beber cerveza.

Pasadas unas horas está completamente borracha. Se encoje junto al gato, se sumerge en un sueño profundo. Lloro mientras duerme, y me viene a la memoria la tarde que comencé a sentirme enfermo de amor debido al remordimiento, y no dudo en arrancarla del pozo del sueño. Hermanita, digo señalando manchas de humedad en el techo. Has de terminar lo que empezaste. Beluna despierta del sueño con síntomas de letargo. Su rostro se muestra cerúleo, como el de Lou Reed en sus últimos días de vida. Durante el largo sueño ha mezclado fantasía y realidad. Afirma ser la propietaria de un convertible lujoso, de una vivienda en la costa de Tánger. Dice haber sufrido terribles pesadillas durante el tiempo que ha permanecido sumida en tan profunda ensoñación, y asegura haber visto demonios azules. Tras un ajuste largo, con dificultad trepa hasta el último peldaño de la escalera para borrar la humedad con otra capa de pintura. Pero ningún esfuerzo suyo recibe mi aliento ya que, siendo hombre, tengo el poder de hacerla fracasar. Entonces se revela al arrojar el rodillo a la moqueta. ¡No pienso pintar un solo centímetro más de techo!, aúlla después de haber brincado sobre la misma, donde traza, con movimientos desiguales, una especie de danza beréber. Ven, Hermanito, dice. No te importe que parientes y amigos nos vean bailar agarrados. ¿Te acuerdas de esta canción? Yo llevo una larga temporada sin pisar una pista de baile. Sin embargo, me arrimo a ella, tanto que no me queda más remedio que cogerla por la cintura.

Oscurece cuando parientes y amigos comienzan a festejar el vínculo de lo fraternal. Se encajonan en los pasillos. Ocupan los retretes y ejecutan pasos de danza. Bufa el gato cuando se agarran unos a otros y arrancan a batir palmas. Avanzan en hilera hacia el recinto de cristal, donde van asomándose por parejas para dar fe de la luz que deshila el rostro de Beluna, que descansa en una cama, tan pura y lechosa como nunca la he visto antes. Parientes y amigos continúan batiendo palmas aunque ninguno se esfuerza por comprender, pues ninguno conoce la dosis exacta de tiempo que precisamos. Por eso decidimos prolongar el baile otros veinte años más. Durante ese periodo, un diecinueve por ciento de parientes y amigos fallecerán de enfermedades catalogadas como habituales. Los ancianos lo harán de vejez.

Hace calor cuando caemos en la cuenta de que ha llegado el momento de dejarlo. No hay nada que justifique otros veinte años más de danza. Con el transcurso de los años, hemos ido perdiendo el contacto con la realidad, de modo que Beluna camina pasos lentos, circulares, como si alguien la hubiese atado largo tiempo a una noria. Dibuja lazos en el aire cuando me explica que le está pasando algo muy grave. A continuación, junta botellines y tabaco suficiente para seguir otros veinte años más. Sin darme una sola explicación, abandona el saloncito, sabiendo que nunca más nos volveremos a ver.