El balón del Mundial

Voy a comprarte el balón del Mundial de fútbol, dijo el viejo, que exhibía ademanes de hombre en blanco y negro. Acompáñame a la tienda deportiva, continuó mientras yo me escarbaba el pellejo. Un segundo antes de que abriese la boca para responderle que no hacía falta que gastase su dinero en otro balón de fútbol.
El viejo me miró cómplice y me preguntó si no deseaba el balón del Mundial. Yo le dije que no necesitaba ningún balón.
Hace un par de días le has comprado uno a tu nieto, dije. No es necesario que gastes en otro balón.
Voy a comprarte un balón de fútbol. El del Mundial. Será tuyo sin que lo sepa ella.
Eso me dijo el viejo a mí, y su golpe me dejó en fuera de juego.
En efecto, durante un par de minutos yo me quedé callado, y sentí como si caminase a trompicones, tambaleante al lado de ella, mientras él había comenzado a esbozar su sonrisa de villano. Antes de que le mintiese diciéndole que no había problema alguno y le confesase que me gustaba el fútbol desde que era un chiquillo y le recordase que él era sabedor de mis logros deportivos.
Le dije al viejo que siempre había soñado con ser mejor futbolista que Maradona. Que los espejismos de juventud quedaron atrás después de lo de ella. Le dije al viejo que nada era como antes.
Ya no practico deporte, dije, apenas con un hilo de voz, como si el cañón de una pistola me oprimiese la garganta.
Pero era obstinado el viejo. Tanto que dedicó un rato a perfeccionar una especie de gruñido, como de oso, antes de volverme a insistir con el mejor balón de fútbol. Gruñó el viejo hasta que su tozudez se hizo insoportable. Hasta que, con la cabeza gacha, le dije que su nieto era dueño del balón del Mundial.
Has sido tú quien se lo ha regalado, dije. Y le expliqué por qué ya no jugaba al fútbol.
Mientras tanto, él se había acercado a la mesita de cristal, donde se dedicó a remover periódicos deportivos, a decirme que había leído al padre de Messi decir que pudo regalarle un balón de fútbol profesional a su hijo cuando, siendo este un joven precoz, firmó el contrato que lo iba a llevar a Barcelona.
¿Y bien?, el viejo movió su corpachón con la intención de escrutarme el semblante. ¿Cómo te fue a ti?
No demasiado bien.
¿No demasiado bien?
Ya sabes cómo me fueron las cosas.
El viejo alargó la conversación después de haber ignorado mi respuesta. Lo hizo hasta que me preguntó por las características técnicas del balón. Entonces sonrió como si festejase su última travesura.
¿Me preguntas por el balón que has tenido entre las manos?
El viejo volvió a preguntarme por las características técnicas del balón, esta vez con vehemencia.
Yo cedí ante sus sacudidas.
Es el balón del Mundial, dije con voz exangüe. Con manchas oblicuas en el cuero blanco. Borrones imprecisos en la imagen. Su rostro flotando en el día luminoso.
La tercera descripción al viejo debió de parecerle tan exacta que se asomó a la ventana abierta, quién sabe si para encontrársela a ella flotando en el cielo azul.
El primer balón de fútbol que pateé era pesado como el cráneo de un adulto, y bastante irregular, dijo el viejo, que por un momento me recordó a un transatlántico bendecido por la luz de ultramar.
Entonces, abandonó la ventana.
Si lograbas que rodase por el suelo, aunque difícilmente ese balón podía rodar, entonces te observaba a través de las cuencas vacías. Siempre te hacías polvo el pie cuando golpeabas ese balón arrancado de la fosa al otro lado del muro. Así que lo mejor que un muchacho podía hacer con ese balón era “la cuchara”. La que puso de moda Raúl años después.
Algo parecido a la risa, continuó el viejo. Poco nos importaba ese dolor intenso, a nosotros, los muchachos, pues éramos unos burros. Recuerdo el olor a pasto, las porterías lejanas, todos desbocados detrás de un balón que cabeceaba con esfuerzo mientras nosotros corríamos felices en un intento por patear ese balón que no dejaba de balancearse de un lado a otro.
Después, el viejo se dedicó a amontonar párrafos antes de decirme que los muchachos de todas las guerras juegan a darle patadas a una calavera.
Corríamos tras la calavera como si fuéramos un puñado de gallinas.
De pronto, enmudeció. Y, dejándose caer en la butaca, soltó un bufido que mantuvo el silencio durante unos minutos.
Los minutos eran hormigón cuando los quebró el viejo.
Era de hueso, el balón, dijo con la mano dispuesta a modo de martillo pilón. Al principio, con los primeros puntapiés, la calavera apestaba a tierra removida, a pino empapado.
Eso dijo el viejo, su cuerpo como de cristales rotos.
Sin embargo, yo no era capaz de seguirle. Hasta que le pregunté:
¿Jugabais con una calavera?
Con la de padre, respondió él poniéndose en pie, antes de que yo dijese que la calavera bien podía ser la de cualquier muerto. Y señalándose la dentadura, con el dedo índice, aseguró que le quedaban cuatro dientes a su viejo antes de morir. El resto eran prótesis o reconstrucciones.
Después, me arropó con modales de preparador físico para convencerme de que la calavera enseñaba cuatro dientes.
Los muchachos de la guerra jugábamos al fútbol con la calavera de padre, dijo mirándome con una sonrisa entre paciente y malévola. Por eso vas a tener tú el balón del Mundial. Para que no llegue el día en que tengas que patearme el cráneo.
Y llevó su manaza a mi hombro. Su olor agrio, pesado.
Traspiraba el viejo cuando encaró la puerta de salida, mientras yo me apresuraba a detallar algunas características técnicas del balón del Mundial de fútbol:
Es esférico, el balón del Mundial. Mide once centímetros de diámetro y pesa unos cuatrocientos gramos. Es una belleza de balón.