Animalitos ucepianos

Esta es la historia de una celebración doméstica. Es sábado, son las tres menos veinte de la tarde, y nos hemos reunido para conmemorar el setenta y seis cumpleaños de nuestro padre. En este tipo de reuniones todos esperamos comidas elaboradas, conversaciones intrascendentes seguidas de instantes de tensión seguidos de momentos de esparcimiento sincero. Bebemos cerveza alrededor de la mesita de cristal mientras yo me dedico a observar el cambio de aspecto que en los últimos tiempos ha podido sufrir alguno de mis hermanos; por qué no sus parejas.
Mientras nuestra madre se dedica a servirnos el aperitivo, los demás nos vamos acomodando en los sofás y en los butacones. Ella nos atiende, y nuestro padre disfruta siendo el centro de atención. Siempre ha aprovechado las visitas para soltar sermones. Pero hoy está más callado de lo habitual. Sin ningún preámbulo nos hace saber que tiene la intención de conectar el televisor al comienzo del informativo del canal 5, ya que un viejo amigo suyo va a ser entrevistado en un hospital de Madrid. Quiero ver a Julio, dice.
En casa de nuestros padres es inusual almorzar con el televisor en marcha, pero nuestro padre lo ha sacado de la salita y lo ha colocado encima de una mesa auxiliar —situada a unos metros de la mesa de comedor—, y parece dispuesto a darle vida. ¿Os acordáis de Julio Picazo?, pregunta.
Julio y él se conocieron en 1974, año en que nuestro padre comenzó a trabajar en la cementera Asland. Desde entonces han mantenido una amistad bastante regular. Puede decirse que se trata de una amistad sin altibajos. Durante años han viajado a distintos países de Europa y África por negocios. Si dos compañeros de trabajo vuelan juntos por negocios, significa que algo va a cambiar entre ellos. Me refiero a que se fortalece la confianza que uno tiene en el otro. En este tipo de viajes el compañerismo termina imponiéndose siempre al respeto mutuo. Perforar la intimidad. Ese es el rollo.
Como digo estamos con la cerveza cuando nuestro padre nos cuenta que hace más de cuarenta años Julio y él viajaron al Sahara. Fue la primera toma de contacto con los yacimientos de fosfatos al sureste de El Aaiún. El primer día, después de una jornada de trabajo, el guía los acompañó hasta un pasillo mal iluminado dentro de una alquería, donde dirigió el farol hacia un par de puertas estrechas con los tablones pintados de un azul muy brillante, y dos letreros en los que se podía leer escrito en cristiano: Ingeniero Picazo. Ingeniero Vizcaíno. Julio, que era un tipo astuto, dijo que no iba a pasar la noche en una habitación en la que cualquier moro podía estar al tanto de quién iba a pernoctar en ella. Nuestro padre estuvo de acuerdo con él. A pesar de estar agotados se decidieron a coger el jeep y se acercaron a la aldea en busca de compañía femenina. En el peor de los casos podían pasar la noche bebiendo hasta la llegada del amanecer.
Tiembla el carrillón a las tres en punto. Nuestro padre pulsa un botón del mando a distancia y se aparta de nosotros. Nuestra madre se mete en la historia diciendo que no hemos venido un sábado a su casa para ver el informativo. Dice que está grabando la entrevista para poder verla más tarde. Nuestro padre se excusa con que su amigo se está muriendo. El tumor se ha extendido por cada célula de sus órganos vitales y ha terminado por perforarle los huesos. Para qué continuar con el procedimiento, dice, y aprovecha su comentario para explicarnos que los médicos han decido interrumpir la terapia por radiación. A su amigo le quedan unos pocos días de vida.
Con gesto hosco, nuestra hermana le dice que no hable de esas cosas. Se lo dice como si fuera el peor padre del mundo. Pero nuestro padre está tan afectado por el inminente final de su viejo amigo que no escucha lo que le dice su hija. Además, parece haberse olvidado de su salud quebrantada. Quiero ver a mi amigo en la televisión, dice. Yo pienso que algunas cosas no tienen solución mientras nuestra madre insiste en que puede ver a su amigo cuando los demás nos hayamos marchado a nuestras casas. Estás grabando el informativo, repite.
Es algo curioso, pero nuestra madre comienza a marchitarse al tiempo que nuestro padre regresa como bailando a la mesita de cristal, se arrellana en su butacón y bebe un trago de cerveza. El trago debe sentarle bien, ya que durante un instante parece alejar a su amigo de la memoria. Pero mi mujer quiere saber la razón por la que su amigo va a ser entrevistado en la televisión. Nuestro padre deja la cerveza sobre la mesita de cristal y responde que ha pasado los últimos días pendiente de la salud de su viejo amigo. La familia lo ha trasladado a la Unidad de Cuidados Paliativos San Camilo (en adelante UCP SC) debido a que la enfermedad no tiene cura.
Les juro que al escuchar sus palabras a mí me viene a la mente que la UCP SC es un depósito de cadáveres decorado como si fuera un hospital moderno. En realidad la UCP SC es un edificio gigantesco construido en una zona alejada de la ciudad en la que años antes se había proyectado una expansión urbana. Médicos, enfermeros, estudiantes de enfermería, recorren largos pasillos respirando música de ambiente como si cada uno de ellos fuese la representación de una naturaleza muerta. Me pregunto si esos médicos ejercen sus funciones cabalmente, a pesar de la molestia que supone el hilo musical.
Seguimos con la cerveza y yo me refugio del ruido de los demás, que discuten sobre asuntos dispares. En realidad no puedo dejar de preguntarme si esa melodía perpetua llega a alterar los nervios de aquellos que trabajan en la UCP SC. Es más, ¿quién puede garantizarme que todos esos médicos, su séquito de enfermeros y estudiantes de enfermería, no son sino embajadores de la Muerte que han ascendido a nuestro mundo en busca de almas con las que poblar el Infierno? Reconozco que me gusta un montón la idea. Médicos, enfermeros, estudiantes de enfermería hurgando en cuerpos dolientes para despojarles del alma. Queda claro que en algún momento de la terapia los médicos de la UCP SC han desatendido el juramento, ya que no ha sido la fatalidad quien ha colocado a todos esos enfermos en las camillas. Resumiendo: Lo que viene a ser una matanza en toda regla.
A este tipo de conjeturas dedico yo mi tiempo cuando nuestra madre nos invita a acercarnos a la mesa colocada en medio del salón. Casi en silencio nos vamos sentando a su alrededor siguiendo el orden establecido por ella misma hace ya algunos años.
A todo esto, la emisión del informativo ha comenzado en el canal 5, y la pantalla del televisor muestra dos mujeres sentadas tras una gran mesa resplandeciente, una al lado de la otra. Esta claro que la televisión es el mejor modo de enterarse de algo. Pero Beluna se sienta en su silla dando la espalda a un ministro del gobierno con pinta de ser un tipo bastante simplón. Nuestro padre comenta algo respecto de ese hombre, momento que ella aprovecha para poner su consabida cara de disgusto. Protesta y le pide que, por favor, apague el televisor. Nuestra hermana le ha pedido que apague el televisor a nuestro padre, que no se inmuta lo más mínimo. Parece haberse olvidado de su sufrimiento cuando alega que su viejo amigo está esperando la muerte. A pesar de que el lunes irá a visitarlo, insiste en mantener el televisor encendido. Julio es un hombre inteligentísimo, dice. La última vez que hablaron por teléfono, este se mostró especialmente travieso: afirmó que iban a soltarlo antes de que nuestro padre tuviese la oportunidad de acercarse al depósito de cadáveres.
Hundimos las cucharas en platos color calabaza. Resulta que ese momento de unción hace que caiga en la cuenta de que hace un calor horroroso en el comedor. Tengo la sensación de estar muy adentro de una cueva en la que todos sudamos copiosamente, y eso me da algo de sueño. Beluna le ruega a nuestro padre que apague el televisor. Estás grabando el informativo, dice. Nicolás, su hijo de cuatro años, ha comenzado a lloriquear. Nuestra madre suplica moviendo la cabeza con expresión muy seria, nuestro padre quiere saber qué tiene de malo perder unos minutos viendo a su amigo en el televisor. Quiero ver a Julio, protesta. El marido de Beluna le pregunta la edad de su amigo en un intento por encauzar la conversación, y a mí me dan ganas de vomitar. No se imaginan ustedes las nauseas que tengo cada vez que escucho su voz. Te echa un aliento envuelto por el humo de los cigarros cuando se te acerca a contarte alguna estupidez. De verdad, no aguanto su voz. Con lo que me levanto de la silla dispuesto a vaciar varias botellas de cava en las copas de champán de todos, excepto en la de Bobi. La mujer de nuestro hermano es tan insustancial. Ni siquiera bebe alcohol…
El calor está pegando fuerte. Ya sale, dice nuestro padre cada vez que una noticia toma forma en el rostro azul de la televisión. Pero el reportaje tiene que ver con el sistema de seguridad implantado en un edificio en Barcelona. Después de una riada de noticias, que solo sirven para prolongar la atención de nuestro padre, Beluna pretende mostrarnos lo molesta que está con su actitud al preguntarle: ¿Puedes apagar el televisor? Yo quiero ayudarla de alguna manera, y le aseguro a nuestro padre que ha repetido la misma frase unas veinte veces. Entonces, él parece entrar en razón. Puede que se sienta desalentado por la demora de la entrevista, el caso es que regresa a su sitio en la mesa, hunde la cuchara en la crema y la lleva a la boca, aunque antes vuelve a insistir en que quiere ver a su viejo amigo. Julio es un hombre brillante, dice. Un “figura” con los cálculos matemáticos. Está bien. Todos sabemos que las cosas que tienen que ver con números no le interesan a casi nadie, sin embargo notamos cómo la cuchara le tiembla en la mano, y nos conmueve que hable así de su viejo amigo.
Hay un anuncio de Mc Donald’s en el momento en que rascamos la loza con las cucharas. Nuestra madre apila los platos color calabaza en un carrito que empuja hasta desaparecer al otro lado del corredor. Terminada la cadena de anuncios regresa con una fuente cargada con pollo dorado y humeante, y un gran cuenco con ensalada. Comienza a servir pollo en un plato oscuro cuando el amigo de nuestro padre aparece en la claridad del televisor.
Es él.
Nuestra madre siempre ha tenido tendencia al drama doméstico. Deja el plato a medio servir sobre el mantel, se lleva una mano a la boca y murmura: Pobrecito… Entonces todos vemos un anciano que se arrima a un micrófono que sostiene una reportera muy mona, sentada a su lado. Julio, en carne y hueso, es un hombre increíblemente pequeño que viste un pijama azul que le queda excesivamente grande. Nuestro padre abandona la mesa y regresa al televisor. Acaricia el destello azul con la palma de la mano y se dobla hacia adelante como si fuera un acordeón. Nuestra hermana no quiere saber nada del viejo amigo de nuestro padre. Nicolás regresa al llanto en el instante en que su madre comienza a naufragar en el mantel, como si hiciese mala mar.
El sitio está muy bien, le cuenta Julio a la espléndida reportera. Es un lugar fantástico y nos atienden a la perfección. Todos vemos la lentitud de sus palabras, y a mí me entran una ganas tremendas de abrazarlo. Si ustedes tuvieran la oportunidad de contemplar su rostro enflaquecido seguramente tendrían las mismas ganas que yo de rodearlo con los brazos. Después, una voz de mujer se limita a explicarnos que un bufete de arquitectos ha diseñado la UCP SC para que los pacientes puedan pasar sus últimos días de la mejor manera posible.
En la UCP SC la muerte se ha convertido en el medio de vida de cada enfermo terminal. A través de la sucesión de imágenes adivinamos un sala donde se celebra una especie de terapia de grupo. Yo desconfío del papel que pueden desempeñar los psicólogos en este tipo de reuniones, ya que los pacientes son simples animalitos atrapados en la cabaña de un monte. Animalitos ucepianos con la certeza de ir cayendo uno tras otro bajo el fuego cruzado de un enemigo oculto en los muros del hospital.
Cambio de plano. Un tipo con el pelo rizado rasga una guitarra española. No lleva bata, y pellizca las cuerdas como si los enfermos fuesen scouts. El siguiente plano muestra un puñado de pacientes celebrando los acordes que arroja la guitarra. Solo sonríen a la cámara aquellos que están convencidos de seguir con vida un par de noches más.
Abismo insondable cargado de agotamiento. Nuestro padre se esfuerza en ver. Para ello sube el volumen del televisor en el instante en que Julio le explica a la bella reportera: Cuando despierto, cada mañana, pienso que soy uno de esos muñecos a los que un niño ha de dar cuerda para que puedan seguir moviéndose. Cambio de plano. Julio hundido en la silla de ruedas dentro de una habitación en la que una mujer extiende las sábanas de una cama a medio hacer, y en la que se puede adivinar un conjunto de cipreses al otro lado del ventanal.
Entonces a mí me entra el bajón y pregunto en voz alta cuál es el sentido de la vida. Cuánto tiempo nos queda a cada uno de nosotros. Estas preguntas existenciales ayudan a que nuestro padre se arrugue aún más cuando confirma: Es Consuelo. Nuestra madre, prendida al borde del mantel, murmura: Pobrecita…
Desde que tengo uso de razón nuestra madre sufre el dolor que no le pertenece, tanto que a los demás se nos humedecen los ojos. Yo mismo me esfuerzo por mantener la compostura, ya que no me gusta gimotear delante de nadie.
Pienso en Keith Richards esnifando las cenizas de su padre en el instante en que la cámara se detiene en un primer plano de Julio, que parece tremendamente cansado. Le tiembla la cabeza mientras agita su mano huesuda sobre la cabeza (como si estuviese despidiéndose de alguien) y nuestro padre se junta aún más al televisor, de modo que todos advertimos cómo le flojea la mano y el mando a distancia está a punto de rodar por el suelo.
Mientras tanto, Beluna continua dándole la espalda. No quiero que se hagan una idea equivocada de mi persona, pero no puedo dejar de pensar en colocarle unos espejos retrovisores a nuestra hermana —a la altura de las sienes— para que pueda atender a lo que resta de entrevista sin tener que darse la vuelta. Nuestra madre corta mi fantasía al insistir con que no es momento para estar pendientes del informativo. Estamos comiendo, dice. Con esas dos palabras busca amonestar a nuestro padre, que parece estar sopesando lo que supone una vida a la que solo le queda el desenlace final. Y como si la vida entera de su viejo amigo se le hubiese agolpado en la garganta grita: ¡Callaos! Así de fácil logra nuestro silencio cuando su viejo amigo se hunde más y más en la silla de ruedas, clava sus ojos fatigados en las piernas de la bella reportera, y en seguida los muda hacia donde está nuestro padre, con la certeza de que en unos días va a desaparecer en el agua profunda del olvido.
Julio ha sido un hombre inteligentísimo, balbucea nuestro padre. Beluna dice: Está vivo, papá. No digas que tu amigo fue un hombre inteligentísimo porque está todavía vivo. Pero nuestro padre hace caso omiso de sus palabras y se queda enfrentado a la luminosidad del televisor como si estuviese viviendo un momento de profunda exaltación. Como si haber contemplado a Julio consumido por la enfermedad le supusiera a él padecer una violencia real.
Bobi bebe agua de un vaso de cristal y nuestra madre murmura: Pobrecito… De alguna manera ha regresado de la cocina con un bizcocho de chocolate en las manos. El bizcocho parece un sombrero Bowler de charol negro. Salta a la vista que es el último intento por conseguir la atención de nuestro padre. A mí me hubiese gustado más un gran donuts bañado en azúcar rosa de Dunkin’ Donuts, pero que le vamos a hacer. Nuestra madre deja la tarta en medio del mantel, aparta platos, vasos y cubiertos, y prende la mecha a un siete que hinca en la parte superior del pastel, a un centímetro de un seis, ambos de cera roja. Nicolás está llorando a moco tendido. Nuestra hermana grita a pleno pulmón que tenemos a punto la tarta de cumpleaños. ¡Me estás agobiando!, abronca a nuestro padre, entonces a mí me entran unas ganas horrorosas de salir de allí pitando cuando las dos presentadoras entran de golpe en la fosforescencia de la pantalla para advertirnos del peligro que supone el bullying en los colegios. Tal es su fogosidad que yo sufro una sensación próxima a lo volcánico cuando un puñado de muchachos, dando saltos y brincos, se apelmazan contra el muro de un patio sombreado por el sol de octubre. Globos de colores siendo pateados por encima de sus cabezas. Definitivamente el televisor se ha convertido en una jaula de grillos.
Girando sobre ambos tacones nuestro padre regresa a la mesa para unirse a nosotros. Presiona un botón del mando a distancia, apaga el televisor, se detiene junto a su hija —que parece estar a mil kilómetros de distancia de él—, y busca aliento en el cabello acuático de su nieto lloroso. Antes de soplar las velas dice: Julio se muere. Se muere un hombre al que siempre he considerado más inteligente que yo.

El hombre con traje de faena

Al principio emergieron en el oleaje cambiante con los cuernitos fuertemente enlazados entre caracoles que se afanaban por escapar del caldo,

el hombre con traje de faena salió de la casa acarreando dos sacos de harina acompañado de un ruido como si el viento golpeara las ramas la noche que ella acudió a la cita y en el muro era fiesta y él soltó un suspiro y le contó lo que había oído a través de la ventana abierta,

el resplandor dentro de la olla era el rostro del hombre con traje de faena cuando entrelazaron los cuernitos y se miraron con mucha ternura antes de estirar el músculo para agarrarse a una hoja de laurel que verdeaba la sopa,

eso le supuso perderla de vista entre docenas de caracoles moribundos aunque todavía se sentía con fuerzas para rescatarla de los hervores que comenzaban a sacudir el puchero,

de modo que enderezó el músculo para acomodarse el caparazón y lo estiró mientras en el muro corrían rumores sobre el hombre con traje de faena y en el puchero ella estaba a punto de sucumbir a un cuernito de distancia,

pero el hombre con traje de faena se había colado en la cocina para avivar el fuego y coger una botella de aguardiente de la estantería y fue entonces cuando la caracolada comenzó a vociferar al elevarse la temperatura en la base de la olla y un susurro fantasmal envolvió las burbujas de vinagre que subieron veloces a la superficie para estallar en fuegos artificiales,

y la mitad de una cebolla sacudió la hoja de laurel en una de las detonaciones y el hombre con traje de faena estaba bebiendo demasiada aguardiente y él había sobrevivido a la explosión aferrándose a la hoja de laurel que en ese instante se hundía en la sopa antes de que otra deflagración lo arrojase contra el arrabal del puchero ante decenas de cadáveres,

pero entonces ya no fue capaz de localizarla entre tanto difunto y tanto espumarajo con lo que suplicó por su salvación mientras crecía en su organismo el deseo de sobrevivir,

y mientras el sol ardía al otro lado de la ventana el hombre con traje de faena desapareció al otro lado del pasillo y él se irguió en la hoja de laurel y pegó el pie a la plancha de acero y comenzó a trepar entre anillos de vapor que le alteraron la mucosa y le humedecieron la coraza,

y haciendo un último esfuerzo alcanzó el borde del puchero donde se quedó unos segundos asomado al vacío con gesto solemne como si estuviese a una galaxia de distancia del sudario de burbujas que había dinamitado el interior de la olla.

Quijote

El viejo vestido con traje de astronauta acaba de fumarse el último cigarrillo. Baja con esfuerzo la escalera del edificio y sale a la calle arrastrando una maleta camino de la parada del 36. Avanza calle abajo pisando la acera con las botas de goma, consciente de la rigidez que lo inclina hacia adelante. Lleva puesta una escafandra de fabricación casera, un par de cajas de cartón y varios rollos de celofán adheridos a su torso. También, una cantidad de papel de aluminio que hace las veces de tubos de entrada y salida de oxígeno. Viste el mono de trabajo y un anorak de plata, con dos tiras rojas en las mangas, adquirido hace meses en un establecimiento regentado por chinos. Al viejo vestido con traje de astronauta le gusta mucho esa prenda porque destila reflejos minerales, como si estuviera hecha de materia lunar. Todo llega, piensa mientras camina hacia la parada de autobuses. Tras largos años de compañía, Dulcinea está muerta, y los muertos suelen dormir tranquilos. Todo llega, inclusive la oportunidad de volver a viajar a bordo del Eagle, punto de partida para iniciar la búsqueda de la verdadera realidad en alguno de los múltiples planos que conforman el universo. El viejo vestido con traje de astronauta busca acomodo en el asiento de la parada de autobuses. La luz equidistante de la marquesina le confiere un aspecto inusual a su figura, como si fuese un visitante cósmico que no supiese muy bien en qué lugar se encuentra. Dos círculos de vapor empañan el interior de la escafandra cuando el 36 se desliza por el asfalto y se detiene frente a la parada de autobuses. El chófer se conmueve al ver al viejo vestido con traje de astronauta arrellanado en el asiento de la marquesina. Bufa un par de veces el motor mientras el viejo vestido de astronauta permanece en la más absoluta inmovilidad. El chófer alza la voz para decirle que está en un error si piensa quedarse sentado a esperar el siguiente autobús. «No vendrá otro hasta las seis de la mañana.» Advertido, el viejo vestido con traje de astronauta abandona el asiento, agarra la maleta y rodea el 36 caminando como si tuviese afectado el hígado. Con los guantes de fregar tantea las juntas de metal en el fuselaje del vehículo y se encarga de revisar el cierre del depósito de combustible. Una vez alcanzada la escalera de acceso, alza el brazo para saludar hacia los balcones que rodean la plazoleta. Después, sube a bordo del autobús, donde deposita un billete de cinco en la bandeja y se acomoda en la primera fila de asientos, a la derecha del chófer. Elige asiento junto a la ventana después de dejar la maleta en el pasillo. «¿Es usted norteamericano?», pregunta el chófer después de echar un vistazo al bulto rectangular. «El alma humana viaja siempre en busca de la verdad», responde el viejo vestido con traje de astronauta. El chófer dice: «Puede ser. Pero después de la hazaña ocurrida el 21 de julio de 1969, cientos de hombres salieron a la calle vestidos con trajes de astronauta. Ocurrió en diferentes ciudades de los Estados Unidos. Aquello fue un hecho insólito. La prensa, el gobierno, la televisión, habían convertido a Armstrong en héroe nacional.» «Fue aquel mismo año», dice el viejo vestido con traje de astronauta. «Se enamoró de aquel tipo la noche que apareció dando saltitos en la pantalla de la televisión.» El chófer pregunta: «¿Sabe usted si hay mujeres más allá de la gravisfera?» Pero la mente del viejo vestido con traje de astronauta se ha llenado de las múltiples imágenes que puede tener la soledad después de años de compañía, antes de responder: «Este es mi último viaje a bordo del Eagle.» «¿Le gusta viajar?» «Solo puedo decirle que las cosas siempre mudan de ser.» «También es mi último viaje», asegura el chófer. «Al menos, por hoy.» El viejo vestido con traje de astronauta apoya su cuerpo contra el cristal de la ventana. Se siente afiebrado cuando la fachada de un hospicio se extiende ante sus ojos, y un vagabundo, arropado con mantas, duerme plácidamente en el soportal de una entidad bancaria. Cuando descubre un ramillete de maricas ataviados con prendas de marinero. Cuando, más allá de la bruma, comienza a sonar la sirena de un barco. Cuando una rubia de largas piernas, arrastrada por dos policías municipales, se perfila en sus ojos con nitidez. Del mismo modo, frente a sus ojos aparecen hombres con corbatas de seda y sortijas de diamantes. Niñas luciendo minifalda que se besuquean las unas a las otras, y mujeres que arrojan a sus bebés al fuego hambriento de una hoguera. El viejo vestido con traje de astronauta quiere rezar. Al otro lado de la esfera algunas sombras gimen en la neblina y disuelven las formas cuando surge ante sus ojos Dulcinea, que lo recibe con los brazos abiertos en medio de un sembrado de maíz. «Una vez leí que el Saturno V llegó a consumir quince toneladas de combustible por segundo en el momento del despegue», asegura el chófer mientras mira de soslayo al viejo vestido con traje de astronauta. «¿Cree usted que merece la pena viajar miles y miles de kilómetros solamente para alcanzar lugares donde no debe de haber un solo burdel?» El tintineo de la escafandra contra la ventana es la única respuesta que obtiene a la pregunta. La sirena de un barco pita en la lejanía. Ese sonido lleva al chófer a preguntarse qué demonios lleva el viejo vestido de astronauta en la maleta. Después se pregunta si el contenido de la maleta es asunto suyo, y tarda menos de un minuto en decidir que no lo es. Despertará al viejo vestido de astronauta en la última parada del trayecto. Eso es todo lo que puede hacer. Al fin y al cabo ha abonado el importe del recorrido, con lo que está en su derecho de hacer lo que le venga en gana.